El camino de Dios es perfecto; la palabra del Señor es intachable. Escudo es Dios a los que en él se refugian. ¿Quién es Dios, si no el Señor? ¿Quién es la roca, si no nuestro Dios? Es él quien me arma de valor y endereza mi camino… (Salmos 18:30-32).

La preparación perfecta

Antes de dar a luz a mi hijo Daniel, leí todos los libros sobre el embarazo que podía encontrar y busqué por internet artículos sobre el embarazo y la crianza de los niños. Soñaba con días llenos de felicidad para mi bebé y para mí. Nos acurrucaríamos, y juntos íbamos a leer cuentos interminables, jugar y reírnos juntos. Durante el embarazo, dejé de trabajar. Mi esposo, Jonathan, y yo compramos una casa, y nos mudamos fuera de la ciudad. Iba a ser la madre perfecta, la ama de casa perfecta y la esposa perfecta. Siempre estaría delgada, ¡pero al mismo tiempo siempre habría galletas calientes hechas en casa en el tarro de galletas! La casa quedaría limpia permanentemente, y mi familia estaría contenta en todas sus necesidades físicas y emocionales, con toda mi atención. Por supuesto, si me hubieran preguntado, hubiera dicho que sabía que este sueño no era posible y que fracasaría de una manera u otra; y aun si estuviera a la altura de mis propias expectativas, era probable que mi familia no pudiera satisfacer mis deseos. Pero esto no me detuvo de aspirar a esta visión de la perfección que tenía en el fondo de mi ser.

Hacer los preparativos para mi bebé, Daniel, era una cosa nueva y emocionante. Investigaba meticulosamente los productos infantiles para garantizar que tuviera el ambiente más seguro y los juguetes más geniales. Conforme a mis expectativas de perfección, ¡empecé a tener dolores de parto a las 12:01 de la mañana del día previsto para su nacimiento! Habíamos tomado una clase del nacimiento natural porque quería experimentar plenamente la maldición de Génesis y dar a luz sin medicamento para los dolores. No sabía si este método era el más seguro o sano para mí o el bebé; sin embargo, ¡quería intentarlo! Cuando estaba dilatada siete centímetros, estoy segura de que la planta entera del hospital podía escuchar mis gritos. Una epidural y cuatro horas después, mi pequeño Daniel saltó, con mejillas rosadas y una cabeza totalmente cubierta de pelo. Tenía grandes ojos azules y un poquito de acné de bebé en la nariz. La primera vez que lo tuve en brazos fue irreal: era un forastero en mis brazos, aunque había estado conmigo en el vientre durante nueve meses.

Quería ser la mejor madre de todas para Daniel. Quería darle mi vida entera como sacrificio propio; quería hacer todo lo posible para el pequeñito. Iba a criarlo para ser el niño más lindo, inteligente, respetuoso y sano de todos los niños educados en casa de la cuadra, si no, del continente. ¡Caray! Había creado una imposibilidad decepcionante.

«Por la gracia que se me ha dado, les digo a todos ustedes: Nadie tenga un concepto de sí más alto que el que debe tener, sino más bien piense de sí mismo con moderación, según la medida de fe que Dios le haya dado» (Ro 12:3).

«Amamantar es lo mejor»

Tomamos una clase sobre la lactancia materna en el hospital y naturalmente quería amamantar a mi bebé. La clase me convenció de que amamantar era esencial y muy fácil. Mi madre no me había dado pecho porque, como decía ella: «¡Me dolía!» En realidad, creo que todavía no la había perdonado por mi falta de dos puntos de inteligencia (¡según los estudios científicos es lo que sufren los que no son amamantados!). Pero había una complicación: Daniel no agarró bien el pecho. Pasamos dos días en el hospital tratando de animarlo a mamar, y después de hablar con cuatro especialistas en lactancia me encontré en casa, atada a una bomba de seno con mi pequeñito pidiendo leche a gritos.

Para ese punto, Jonathan y yo andábamos privados de sueño. Todavía estábamos aprendiendo cómo cuidar de Daniel y yo tenía que despertarme tres o cuatro veces durante la noche para bombear los senos. Entre el bombeo y darle de comer a Daniel, tenía que estar despierta casi toda la noche, así que muy pronto Jonathan tomó la responsabilidad de la alimentación con biberón día y noche, y yo sólo bombeaba los senos. Me convertí en una verdadera máquina de producir leche.

No puedo explicar racionalmente el deseo instintivo que tenía de amamantar a mi recién nacido. El hecho de que tenía problemas con eso me partió el corazón. Me decía a mí misma: «sólo unos días más, y sin duda vas a poder amamantar». Consultamos a la especialista de lactancia y con su ayuda más seis manos, Daniel sí pudo mamar. Pero tan pronto como llegué a casa, ¡no podíamos reproducir el fenómeno! Los días se convirtieron en semanas y los médicos me animaban a «¡seguir intentando!». Sin embargo, la gente más cercana podía ver que me estaba deteriorando. Estaba perdiendo el sueño… y el juicio.

 «Por lo tanto, si alguien piensa que está firme, tenga cuidado de no caer» (1 Corintios 10:12).

Había momentos en que pensaba que iba a darme por vencida, pero me había convertido en esclava de mis propias expectativas. Cuando pensaba en dejar de amamantar y cambiar a mi pequeñito a la fórmula, la culpa que sentía era abrumadora. Lloraba hasta dormirme… lloraba cuando pensaba en perseverar y también cuando pensaba en dejarlo. Sentía que si me daba por vencida y cambiaba a la fórmula, significaría que no amaba a mi bebito. Estaría abandonando sus necesidades, negándolo. Pensaba que de alguna manera iba a perder un lazo especial entre mamá y bebé. La cosa más importante para mí era que mi bebé estuviera tomando leche de pecho. No me importaba el costo. La fórmula era «veneno». Si no podía alimentar a Daniel con mi propia leche, ciertamente yo sería un fracaso como mamá.

Es sorprendente cuán rápidamente reemplacé mis expectativas no satisfechas con expectativas nuevas. Si no podía amamantar a mi bebé, ciertamente podría controlar cada otra faceta de mi existencia. Irónicamente, casi no pasaba tiempo con mi bebé. La casa tenía que estar limpia, la ropa lavada, y casi nunca tomaba el tiempo para abrazar a mi recién nacido.

Subconscientemente, tenía una mentalidad de todo o nada. Si yo no podía ser perfecta para él, no quería tener nada que ver con él. A Jonathan, quien ya se había tomado mucho tiempo de su trabajo, se le relegó el 90% del cuidado del bebé, y cuando yo no estaba sentada en un rincón de la casa pegada a una bomba de senos, estaba corriendo por la casa haciendo mis tareas.

—Marta, Marta —le contestó Jesús—, estás inquieta y preocupada por muchas cosas, pero sólo una es necesaria. María ha escogido la mejor, y nadie se la quitará (Lucas 10:41-42).

Un ídolo nace

            Nunca quería que mi lista de reglas superara mi amor por mi hijo y su cuidado. ¡Esta lista de tareas existía porque lo amaba! Me imagino que yo habría estado muy ofendida si alguien me hubiera dicho que estaba descuidando a Daniel. No me di cuenta de que la lista se había convertido en un ídolo en mi corazón. Inconscientemente, había reemplazado el objeto de mi afecto con una lista de reglas. Había comenzado a amar mi concepto idealista de «la madre perfecta» más que a mi propia familia. Todo ese tiempo, pensaba que era una buena madre y esposa.

«Todos somos como gente impura; todos nuestros actos de justicia son como trapos de inmundicia.Todos nos marchitamos como hojas: nuestras iniquidades nos arrastran como el viento» (Isaías 64:6).

            Con todo el estrés y la falta de sueño, muy pronto Jonathan y yo nos empezamos a pelear. Siendo la persona más íntima de mi vida, él podía ver cómo mi obsesión con el amamantamiento de mi hijo estaba destruyéndome. Salió y compró una lata de fórmula y me pidió que dejara de usar la bomba de senos. Me dolió porque pensaba que no estaba apoyándome. ¿Él no podía entender cuánto luchaba para tomar las mejores decisiones para nuestro bebé? Yo no entendía que estaba tratando de ayudarme cuando insistió en que dejara de amamantar; sólo pensaba que era una tentación malévola de darme por vencida. Creía que estaba por encima de todo; me sentía bien controlada y coherente. No me di cuenta de que estaba autodestruyéndome poco a poco.

            «¿De dónde surgen las guerras y los conflictos entre ustedes? ¿No es precisamente de las pasiones que luchan dentro de ustedes mismos? Desean algo y no lo consiguen. Matan y sienten envidia, y no pueden obtener lo que quieren. Riñen y se hacen la guerra. No tienen, porque no piden. Y cuando piden, no reciben porque piden con malas intenciones, para satisfacer sus propias pasiones. ¡Oh gente adúltera! ¿No saben que la amistad con el mundo es enemistad con Dios? Si alguien quiere ser amigo del mundo se vuelve enemigo de Dios» (Santiago 4:1-4).

Cuando el amor se enfría

«O, el amor es dulce y amable; la flor más dulce cuando apenas nace, pero el amor envejece y se enfría y desaparece como el rocío de la mañana» (original: «O love is sweet and love is kind; the sweetest flow’r when first it’s new, but love grows old and waxes cold and fades away like morning dew», la letra de «The Water is Wide»).

Es alarmante que tanto amor pueda convertirse en resentimiento y odio cuando es filtrado por una mentalidad de perfeccionismo.Pero finalmente llegó el día de ajuste de cuentas: Jonathan tuvo que regresar a su trabajo, y yo afronté la realidad de la maternidad. Nada iba a mi manera. Recuerdo una tarde cuando traté de acostar a Daniel; necesitaba desesperadamente esa hora preciosa de descanso. El bebé llorón no quiso dormir. Podía sentir la ira creciendo en mi ser, y quería gritar y sacudirlo. Estaba enojada con él porque había destruido mi cuerpo, tomado el control de mi vida y quitado toda mi sanidad.

Antes del nacimiento de mi bebé había pasado mis días algo egoístamente. Hacía lo que quería. Ahora esta entidad pequeña estaba exigiendo cada gramo de mi atención y mi energía. Mi lista de reglas no había dejado margen para él en mi vida. No era capaz de darle lo que más necesitaba: mi paciencia, gracia, misericordia y amor. Había intentado demostrar mi amor por medio de mi ídolo del perfeccionismo; no podía simplemente relajarme y amar a mi bebé con alegría.

«En cambio, el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio. No hay ley que condene estas cosas (Gálatas 5:22-23).

La destrucción de los ídolos

«Los que siguen a ídolos vanos abandonan el amor de Dios» (Jonás 2:8).

            En su infinita sabiduría y misericordia, Dios me quitó el ídolo. Después de dos meses de bombear la leche sin mucha energía o fuerzas restantes, encontré un bulto en mi seno derecho; era un absceso lleno de leche tapada y estaba contaminado de SARM, una infección bacteriana grave. Hubo un momento durante esa experiencia en que realmente pensé que iba a morir (tal vez una idea un poco exagerada, pero muy real en ese entonces). Fui a la sala de emergencia dos veces, y me dieron un sinnúmero de antibióticos. Los médicos estaban de acuerdo: sería mejor dejar de dar a Daniel la leche materna y cambiarlo a fórmula. Aunque cumplí con esto tristemente, no puedo expresar el inmenso alivio que tenía al mismo tiempo. Me sentía realmente humillada, pero al mismo tiempo estaba agradecida porque el ídolo había sido quitado de mis manos.

 «En efecto, nuestros padres nos disciplinaban por un breve tiempo, como mejor les parecía; pero Dios lo hace para nuestro bien, a fin de que participemos de su santidad. Ciertamente, ninguna disciplina, en el momento de recibirla, parece agradable, sino más bien penosa; sin embargo, después produce una cosecha de justicia y paz para quienes han sido entrenados por ella» (Hebreos 12:10-11).

            Me di cuenta de que había sido rescatado de la subyugación a un yugo que yo misma había creado. Ya tenía evidencia concreta de que no podía ser una madre perfecta, y lamentablemente, cuanto más intentaba más me convertía en una peor madre. ¡Apenas había comenzado esta jornada de maternidad y había fracasado en cada aspecto que parecía esencial!

«…pero él me dijo: «Te basta con mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad». Por lo tanto, gustosamente haré más bien alarde de mis debilidades, para que permanezca sobre mí el poder de Cristo (2 Corintios 12:9).

            Aunque todavía estoy triste, a veces cuando pienso en no poder darle el pecho a Daniel, estoy aun más agradecida por la gracia de Dios en rescatarme de la esclavitud de la perfección.

«Sin embargo, todo aquello que para mí era ganancia, ahora lo considero pérdida por causa de Cristo. Es más, todo lo considero pérdida por razón del incomparable valor de conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo he perdido todo, y lo tengo por estiércol, a fin de ganar a Cristo y encontrarme unido a él. No quiero mi propia justicia que procede de la ley [en mi caso, la ley de la maternidad perfecta], sino la que se obtiene mediante la fe en Cristo, la justicia que procede de Dios, basada en la fe» (Filipenses 3:7-9).

 Buscar la satisfacción en Jesucristo

«…pues todos han pecado y están privados de la gloria de Dios, pero por su gracia son justificados gratuitamente mediante la redención que Cristo Jesús efectuó» (Ro 3:23-24).

            Al momento de escribir este artículo, Daniel tiene nueve meses. Todavía es un ajuste significativo. Aunque diría que él es «el mejor bebé del mundo», la maternidad no ha estado a la altura de mis expectativas poco realistas. No es el bebé perfecto, y estoy lejos de ser la madre perfecta. Me sorprenden las numerosas veces que creo que estoy fracasando como mamá o que estoy haciendo algo incorrecto, o las muchas veces que me veo frustrada con él o pienso que soy egoísta porque a veces quiero tener más tiempo libre o deseo que él aprecie todo lo que hago por él.

Sé que no puedo basar mi valor en mis tareas: la limpieza de mi casa, el desarrollo de mi bebé en cuanto a caminar o hablar o comer solo… he aceptado humildemente que no puedo ser la madre perfecta. La única manera en que soy perfecta es por medio de Jesucristo; saber eso me libera tanto de las preocupaciones sobre las actividades mundanas como de mis expectativas poco realistas de la maternidad.

«Ya que han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios. Concentren su atención en las cosas de arriba, no en las de la tierra, pues ustedes han muerto y su vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, que es la vida de ustedes, se manifieste, entonces también ustedes serán manifestados con él en gloria» (Colosenses 3:1-4).

            Sólo por medio de mi fe en Jesucristo puedo amar de verdad y sin egoísmo. Siempre voy a desilusionarme, y mi familia me va a desilusionar a veces, pero sólo en Cristo existe la satisfacción y el verdadero descanso. Sólo en esta satisfacción, mediante la obra del Espíritu Santo, puedo servir sin egoísmo y sin recibir nada a cambio.

«Nosotros amamfamilyos a Dios porque él nos amó primero» (1 Juan 4:19).


Lisa (Gilbert) Winn se graduó de la universidad adventista Pacific Union College en 2002 con un bachillerato en diseño gráfico. Después de la universidad, se mudó a North Hollywood, California, donde trabajaba como editora de video. Fue bautizada en la iglesia Grace Community Church el 10 de febrero de 2007, y más tarde conoció a su esposo, Jonathan Winn, en la iglesia Calvary Bible Church en Burbank. Ahora Lisa vive en Yucaipa, California, con su esposo y su bebé, Daniel, de un año. Son miembros de la iglesia Trinity Church en Redlands.