Cuando pienso en los cuatro años desde mi partida del adventismo, estoy sobrecogida con lo que el Padre ha hecho en mí para alinearme con la verdad y la realidad. Dios ha estado cambiando mi corazón de varias maneras, pero estoy especialmente consciente de Su acción de corregirme en mi crianza de mis hijos. Por medio de la lectura de la Biblia, de mis pruebas y de los ejemplos en el cuerpo de Cristo, he llegado a ver cuán distinta era mi definición de la buena crianza de niños de lo que Dios espera de los padres. Al mismo tiempo, he visto que tanto mi experiencia en el adventismo como mi comprensión adventista de Dios han jugado un papel importante en mi confusión sobre la crianza exitosa de niños.

No me sorprende que haya necesitado mucha ayuda con la crianza de mis hijos. Por varias razones, mucho de lo que había aprendido sobre este tema venía de mis observaciones de varias personas alrededor de mí. Pasaba mucho tiempo estudiando a otras familias, observando cómo nuestros maestros trataban a los alumnos y escuchaba con mucha atención al chisme de los adultos mientras hablaban de las costumbres de crianza de otros padres. Como era una observadora aguda motivada por el deseo de hacer las cosas apropiadamente, llegué a creer que «los padres buenos» podían controlar a sus hijos y obtener la obediencia sin que sus hijos los cuestionaran. Por consiguiente, los hijos de «los padres buenos» iban a crecer a ser personas muy queridas, bien desarrolladas, y contribuyentes exitosos a la sociedad.

Este resultado, concluí, podía ocurrir de varias maneras. Por un lado, los hijos de las familias de clase media o baja, temerosos de enojar o decepcionar a sus padres, podían trabajar mucho para estar en buenas relaciones con los adultos en sus vidas. En estos casos, los padres trataban a sus hijos con aprobación cuando obedecían, y con vergüenza o ira cuando desobedecían. Por otro lado, los padres más adinerados tenían más palanca y podían «inspirar» a sus hijos a trabajar mucho y obedecerles por motivo de dinero, posesiones y privilegios que recibirían si se conformaban a las expectativas.

Cuando observaba a mis conocidos, notaba cómo los adultos manejaban la desobediencia de sus hijos. En realidad, para mí la desobediencia era más familiar que la obediencia; si uno le hubiera preguntado a uno de mis padres sobre mi comportamiento, es probable que le hubieran dicho que era una niña difícil. Muchos de mis compañeros (probablemente otros que se encontraban en la categoría de «niños difíciles»), recibieron la misma reacción que yo cuando decepcionábamos a nuestros padres: se alejaban de nosotros, emocional o físicamente, incluso en unos casos daban pasos tan drásticos como enviarnos a un colegio internado o a un estado lejano para vivir con otro padre o pariente. De hecho, cuanto más grave o pública la ofensa, más severa o pública era la retirada.

Entonces, su mensaje era muy claro: la buena conducta significaba la aceptación y tal vez algunos premios; la mala conducta significaba la retirada y la vergüenza, empleadas para motivarnos a obedecer.

Preparados para la crianza de niños

            Con el tiempo, conocí a mi esposo, nos casamos y tuvimos hijos. Al entrar en el mundo de la crianza de niños, ¡mi esposo y yo estábamos preparados! Teníamos una lista larga de las cosas que nunca permitiríamos que nuestros hijos hicieran, incluso nunca íbamos a dejarlos tirar comida en el suelo de los restaurantes donde comíamos, nunca permitiríamos que nuestra niñita gritara cuando jugaba o cuando hacía un berrinche; tampoco íbamos a permitir que nuestro hijo fuera uno de los muchachos ruidosos o que jugaban brusco. Es más, nuestra lista incluía las cosas que mi esposo y yo nunca íbamos a hacer. Nunca contaríamos hasta tres para impulsarlos a obedecer más rápidamente; nunca permitiríamos que nuestra casa fuera invadida por juguetes o programas repetidos de Elmo… pues ya tendrá la idea.

Sí, éramos «esas personas» bien educadas, disciplinadas y listas para criar a nuestros hijos bien controlados, bien desarrollados y exitosos.

Obviamente, la realidad nos golpeó muy fuerte. Creíamos que sería muy fácil cumplir con nuestras expectativas, pero se convirtieron en la maldición de nuestros propios corazones mientras observábamos que nuestros ideales resultaron imposibles. Yo, la ama de casa, estaba tratando de seguir las reglas que había aprendido tan cuidadosamente por medio de años de observación, y estaba fracasando en mis esfuerzos de ser una buena mamá.

Veo mi pecado

Fue después de nuestra partida del adventismo y de mi compromiso serio de estudiar la Biblia cuando las cosas empezaron a cambiar para mí. Mientras intentaba vivir bajo la autoridad de la Biblia y creer que la Palabra de Dios era suficiente y confiable, empecé a ver que el Señor se acercó a mí en las partes más grandes de mi necesidad. Para mí como mamá, esta parte era la crianza de mis hijos. El Espíritu Santo se acercó a mí en la plena luz de la verdad y empezó a mostrarme el pecado miserable en mi corazón, que se manifestaba en mis intentos de ser una buena mamá. Empecé a entender que la falta de crianza que yo había recibido durante mi niñez y mis propias reacciones dolidas al maltrato que sufría como niña estaban motivando mi necesidad de «ser exitosa» y de recibir elogios externos que me asegurarían que estaba haciendo un mejor trabajo que mis propios padres. Entendí que el trauma que sufría de los que pecaron contra mí cuando era niña, que nunca había reconocido ni sometido al Señor, estaba causando que pecara contra mis propios hijos. En realidad, mi deseo de ser exitosa fue alimentado por una necesidad de que mis hijos me hicieran quedar bien, así aliviando mi miedo de no ser exitosa, en vez de alimentarse de un compromiso de criarlos y enseñarles a confiar y a obedecer.

Creo que es por la gracia y la confianza de Dios en nosotros que tenemos dos hijos de voluntad muy firme. Aprendí que, cuando se trataba de una batalla de voluntades entre padres e hijos, todos estábamos empatados en primer lugar. La idea de «quebrar la voluntad» para animarlos a obedecer se hacía cada vez más absurda y casi abusiva. Es más, estaba descubriendo que los hijos de voluntad firme no están motivados por la amenaza de perder sus posesiones favoritas, porque no hay una posesión que favorecen más que «la victoria» en la batalla. Todo lo que sabía sobre controlar o inspirar la obediencia desvaneció, dejándome inútil y llena de vergüenza y produciendo una furia interior sobre mis deficiencias.

Es más, me veía repitiendo un patrón que había despreciado en los adultos durante mi niñez: cuanto más pública era la rebelión de mi hijo, más enojada estaba yo y más punitiva me ponía. El Espíritu Santo me dejó en claro que gritar y avergonzar a mi hijo mayor lo estaba destruyendo (la menor era bebé en ese tiempo) y que yo estaba viviendo bien fuera del terreno de «dominio propio»; estaba convencida de que estaba pecando y que necesitaba ayuda.

Para ese tiempo, ya había aprendido a confiar en la gente que Dios puso en mi vida para ayudarme a crecer en Él, y tomé la decisión de buscar ayuda de mi querida amiga y mentora del grupo local para ex adventistas. Ella oraba por mí y por mi hijo, y fue una fuente de apoyo durante ese tiempo. Ella me dijo que también había gritado a sus hijos cuando eran pequeños y que había tenido el mismo sentido de impotencia en cómo animarles a obedecer a su manera. Me dijo que se había arrepentido de gritarles y que el Señor la ayudó a aprender cómo cuidar a sus hijos al imaginarse que estaba respondiendo a Jesús en vez de actuar en su furia.

Mientras hablamos de dónde habíamos aprendido nuestras ideas tempranas de criar a nuestros hijos, empecé a ver que mi enfoque estaba equivocado. ¡Mis reacciones hacia mi hijo estaban arraigadas en mi quebrantamiento y mi pecado! Yo era el problema, él no. Mi amiga me dijo que orara que el Señor amara a mis hijos por medio de mí y que diera gracias a Dios por lo que estaba haciendo, aunque no lo podía ver. Tuvimos muchas conversaciones como ésta y, un día, todo cambió.

«No puedo obedecer…»

            Era una tarde como muchas otras, y mi hijo y yo nos habíamos peleado porque tenía mucha necesidad de una siesta. Pero esta vez reconocí nuestras dinámicas y percibí adónde íbamos con esta pelea. Llorosa y temblando de frustración, salí de la situación y fui a mi dormitorio y oré. Oré que el Señor amara a mi hijo por medio de mí y que me ayudara a ser la madre que Él quería que fuera. Le dije cuánto deseaba ser una buena madre, pero que no tenía ni idea qué hacer con el pecado dentro de mi ser. Rogué desesperadamente que me ayudara.

Finalmente, salí de mi recámara y caminé por el pasillo lentamente al dormitorio de mi hijo, orando en mi corazón al mismo tiempo. Entonces lo vi; estaba acostado boca abajo en su cama, llorando sin poder contenerse. Cuando entré, él volvió la vista y me miró. Tenía lágrimas grandes cayendo por la cara y sus ojos estaban llenos de desesperanza.Depositphotos11139804l

De repente, entendí los efectos de mi vergüenza y furia en el corazón de mi hijo y estaba sobrecogida de dolor y compasión por él. Él vio que mi cara ya no mostraba tensión y se sintió seguro para hablar: «Mami, cuánto deseo obedecerte, pero por mucho que intento no puedo…»

En ese momento, su angustia y su honestidad expresaron la agonía en mi corazón que, hace unos momentos, había estado comunicando al Señor. Empecé a llorar con él, y me podía identificar con su desesperanza. Lo abracé y le pedí perdón por haber gritado y expliqué que era un pecado tratarlo así. «Dios no enseña a sus hijos de esa manera», le dije.

Hablamos allí en el suelo de su cuarto y le recordé el evangelio y todo lo que le habíamos enseñado sobre la depravación humana y la gracia de Dios. Durante esa conversación, éramos hermano y hermana en Cristo, y compartimos la agonía de no poder agradar a Dios porque hemos pecado contra Él en nuestra rebelión. Oramos juntos y, cuando terminamos, mi hijo me miró con alegría en los ojos y dijo: «Mami, ¡Dios lo hizo! ¡Me ayudó! ¡Sé que ahora puedo obedecerte!». Entonces, subió a su cama tranquilamente y se quedó dormido.

Estaba profundamente conmocionada que el Espíritu Santo permitió que yo viera la necesidad de mi hijo de compasión, verdad y esperanza del evangelio, y también permitió que yo viera que Dios lo ayudó y lo confortó. Lo maravilloso de esta conversación no era que mi hijo durmió, sino que el Espíritu Santo me dio la oportunidad de ver más allá de mi enojo pecaminoso y reconocer lo que mi hijo necesitaba y ¡que Él me había dado la capacidad de proveerlo!

 Estaba profundamente conmocionada que el Espíritu Santo permitió que yo viera la necesidad de mi hijo de compasión, verdad y esperanza del evangelio, y también permitió que yo viera que Dios lo ayudó y lo confortó.

Informada por la Palabra

Una vez más, el Espíritu Santo me ayudó a ver cómo la realidad bíblica informa cada área de la vida. Estoy aprendiendo que es poco realista esperar que mis hijos me obedezcan perfectamente bien sin cuestionarme en el mismo momento. Mientras mi hijo y yo hablamos esa tarde sobre la condición humana y la esperanza del evangelio, reconocí que la Biblia dice que en realidad lo que los padres deben esperar de sus hijos es la depravación, y que Dios quiere que los padres cristianos críen a sus hijos en la verdad bíblica, enseñándoles a obedecer a Dios por medio de un corazón cambiado por el evangelio. He aprendido que lo que mis hijos necesitan son padres cariñosos que tomen sus manos y los mantengan cerca, aun cuando desobedecen, y al mismo tiempo que los guíen y disciplinen con la verdad del consejo de Dios. Necesitan nuestro amor y nuestra relación sin condiciones, o sea, ¡lo mismo que recibimos de Jesús!

Se me afligía el corazón y se me amargaba el ánimo por mi necedad e ignorancia. ¡Me porté contigo como una bestia! Pero yo siempre estoy contigo, pues tú me sostienes de la mano derecha. Me guías con tu consejo, y más tarde me acogerás en gloria (Sal 73:21-24).

Ahora con frecuencia pido el perdón de mis hijos cuando peco contra ellos en frustración o ira, y a menudo ellos también hacen lo mismo. Esas ocasiones han abierto más oportunidades para manifestar a los niños que Dios es más grande que su papá o su mamá y que todos necesitamos a un Salvador y Su palabra. Con el paso de tiempo, mis hijos han entendido mejor que Dios es «clemente y compasivo, lento para la ira y grande en amor y fidelidad, que mantiene su amor hasta mil generaciones después, y que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado…» (Éxodo 34:6-7a). Ambos niños entienden cómo distinguir las formas de disciplinar de mi esposo y yo de las de Dios, porque hemos sido honestos con ellos. Todos estamos creciendo en Cristo y en nuestra comprensión de la verdad; los cuatro somos pecadores que necesitan a Jesús.

El Espíritu Santo me convenció de que la raíz de mis esfuerzos de controlar a mi hijo era un ídolo de la crianza «perfecta» de niños a la que me aferraba, esperando que fuera elogiada por mi éxito, así siendo aliviada de mi vergüenza. Sin duda, todavía quiero que mis hijos aprendan a obedecer, contribuyan a la sociedad y aprendan a amar y a ser amados. ¡Esos deseos no son problemáticos!

Pero ahora veo que mi responsabilidad principal frente a mis hijos es señalar al Señor Jesucristo como objeto principal de afecto y obediencia. El propósito de mis hijos es glorificar a Dios, no a mí. Mi vergüenza no es su problema. Desde que le pedí a Dios que me ayudara con mi vergüenza, he estado aprendiendo cómo estar emocionalmente presente con mis hijos, aun cuando están rebelándose. Tanto ellos como yo estamos aprendiendo que, aunque hay consecuencias por la mala conducta, esas consecuencias no incluyen el castigo emocional ni la pérdida de «su buena posición» en la familia. Cuanto más entiendo todas esas verdades en mi vida, más abierta estoy, y entiendo de modo distinto que el objeto de gloria en todo debe ser el Dios Trino.

El rol del adventismo

            Al reflexionar en cómo la cultura del adventismo ha afectado mi crianza y mi comprensión de la crianza de niños, he identificado dos maneras en las que el adventismo ha formado mi percepción de las dinámicas familiares. Primero, en el adventismo los padres y los niños aprenden que la obediencia debe exigirse por temor o vergüenza o pérdida. Segundo, en la cultura adventista, es la responsabilidad de los miembros menos «importantes» mantener la buena reputación de los que son más importantes.

Por ejemplo, alguien sólo tiene que leer las cartas de Ellen G. White a sus hijos o las Bedtime Stories de Arthur Maxwell para ver un patrón de vergüenza y temor de pérdida para engendrar una obediencia incuestionable en los niños. Con Ellen White como «fuente continua y autoritativa de la verdad» (la Creencia Fundamental número 18) y las estanterías de la mayoría de buenas bibliotecas adventistas repletas de obras de A. Maxwell, no es de sorprender que esta clase de crianza de niños haya penetrado la cultura adventista.

Aun el Dios adventista era un Dios que castigaba, rechazaba y expulsaba os fracasos humanos. En las escuelas adventistas, me enseñaron que si no estaba preparada para morir por el šabbat algún día, o si no confesaba cada pecado apropiadamente, sería arrojada al lago de fuego. A menos que tuviera el carácter de Cristo reproducido perfectamente en mí y obedeciera la ley, especialmente el šabbat, no podía ser salva. Por consiguiente, mi éxito como hija, mamá o hija de Dios dependía de mi cumplimiento de esos requisitos, y así podía evitar la vergüenza de rechazo y de pérdida final.

Estrechamente relacionado con la vergüenza estaba el tema «del manejo de la reputación». En mi experiencia como adventista, sabía que era mi responsabilidad mantener y defender la reputación de mi comunidad de fe, las instituciones académicas y las autoridades religiosas ante forasteros. Una manera de protegerlos era no compartir todos los detalles específicos de nuestras creencias con los que no eran adventistas, a menos que supiera que iban a ser fácilmente aceptadas. También sabía que era nuestra responsabilidad como adventistas compartir «el mensaje más completo del evangelio» (según los escritos y las visiones de Ellen White) y esforzarnos para reivindicar a Dios ante el universo observador por medio de mi obediencia de los Diez Mandamientos. ¡Era el manejo de reputación de abajo hacia arriba!

Mientras pienso en cómo estas dinámicas subyacentes han formado mis ideas sobre la crianza de niños, más me convenzo de que cuando uno deja una secta religiosa no es suficiente simplemente rechazar las doctrinas falsas. La naturaleza de una secta es que penetra cada área de la vida y la cosmovisión de uno porque requiere que la persona experimente la vida fuera de la realidad. Mi opinión es que el adventismo promueve una filosofía tóxica de relaciones que, intencionadamente o no, crea un ambiente en el que los sistemas abusivos de la familia pueden esconderse. Sin la realidad del evangelio bíblico no hay fundamento de verdad que pueda manifestar y corregir las dinámicas de culpa, vergüenza y la protección de secretos.

Si los que crecen en un mundo de engaño insidioso quedan con sus percepciones programadas y sus métodos naturales de afrontamiento, van a seguir pecando contra las demás personas, desde un lugar interior de oscuridad y quebrantamiento no examinado. La única esperanza que tenemos para ser sanados es la persona del Señor Jesucristo y ser lavados en Su Palabra, suficiente e infalible. Como la amiga que mencioné antes me dijo: «Nikki, la verdad no está en nuestras cabezas. La verdad está en la Palabra de Dios». Por eso, el Salmo 139:23-24 ha llegado a ser muy precioso para mí y Él es fiel para contestarme.

Examíname, oh Dios, y sondea mi corazón; ponme a prueba y sondea mis pensamientos. Fíjate si voy por mal camino, y guíame por el camino eterno.

He tenido que examinar mi corazón regularmente y pedir que la Palabra de Dios me limpie de los efectos muy arraigados de mi niñez en un sistema religioso con una cosmovisión falsa, una estructura social insegura, y un sistema familiar quebrantado, todos sostenidos por un entendimiento distorsionado de Dios y la realidad.

El Espíritu Santo sigue perfeccionando mi comprensión de la realidad mientras sigo estudiando la Biblia y sometiendo mi mente a su autoridad. Él me revela mis percepciones erróneas de la verdad y me enseña cómo debo relacionarme con el mundo mientras vivo en Él.

El Dios revelado en la Biblia es un Padre a Sus hijos; Él nos disciplina con el propósito de transformarnos a la imagen de Su Hijo Amado. Es verdad que, como fieles, señalamos al mundo a Jesucristo, pero nuestro Padre verdadero no depende de nosotros para hacerlo quedar bien. Al contrario, dependemos de Él aun para entender el significado de quedar bien.

Nuestro Padre es paciente, misericordioso y abundante en amor y fidelidad. No nos abandona ni nos avergüenza cuando fracasamos. No nos va a expulsar si no estamos a la altura de Sus expectativas; conoce nuestra condición (Sal 103:14). Si el Hijo nos libera, somos verdaderamente libres y el Padre está comprometido fiel y eternamente con nosotros a causa de la obra del Hijo. Jesús nos ha liberado del temor del hombre para vivir en la verdad, caminar en integridad y servirle en amor.

Cuando estamos vivos en Jesús, aun la crianza de niños es una oportunidad para aprender a confiar en Él en vez de luchar para ser exitosos. Puesto que Jesús ha sido exitoso, yo puedo descansar, y yo y mis hijos podemos recibir con gratitud el amor de nuestro único Buen Padre.


 

Stevenson

Nicole Stevenson vive en Yucaipa, California, con su esposo Carel y sus hijos, Joshua y Abigail. Se graduó de la Universidad de La Sierra con un título en Trabajo Social. Lo que le da una gran alegría es su relación con Jesucristo y su vida comprometida con el evangelio, mientras enseña a sus hijos y participa en el ministerio con Former Adventist Fellowship y en el alcance comunitario de Loma Linda Word Search.