Cuando miro hacia atrás, todavía no entiendo por qué dejé mis raíces como Bautista del Sur para convertirme en adventista. Nací de nuevo cuando tenía unos diez años, me bautizaron, y tenía una relación personal con Jesús. Me deleité en esta relación con Jesús hasta la segunda década de mi vida cuando me casé con una mujer adventista. Pero me estoy adelantando un poco.

Cuando era alumno en el tercer año de la secundaria, conocí a una muchacha adventista. Éramos jóvenes y estábamos enamorados; ninguno de los dos tomaba en serio el hecho de que teníamos religiones distintas. Ahora me pregunto por qué no veía la incompatibilidad flagrante entre el cristianismo y el adventismo cuando encontré esa denominación; y ahora reconozco que cualquier persona que conoce bien ambos sistemas de creencias debe ser capaz de ver las contradicciones.

Para cuando tenía 20 años ya estábamos casados, y más tarde tuvimos a un hijo y una hija. Por unos años, ni se nos ocurrió pensar en las diferencias esenciales entre nuestras religiones, pero poco a poco, la cuestión de la crianza de nuestros hijos llegó a ser muy conflictiva. Aunque me casé con una adventista, en ese tiempo clasificaba a los adventistas en la misma categoría de los Testigos de Jehová, y mirando atrás, creo que tenía razón.

En ese entonces, conocía muy bien la Biblia, gracias a mi buena madre bautista que me había criado con la enseñanza bíblica. Intentaba defender a la cristiandad ortodoxa ante mi esposa, pero todo fue en vano, aunque mi esposa Ellen no podía defender el adventismo bíblicamente. Nos turnábamos visitando las dos iglesias, pero ninguno de los dos tenía éxito en convencer al otro de sus creencias.

Yo no era un adventista inconsciente nacido y criado en la denominación. No. En cambio, había ignorado la clara evidencia de sus creencias antibíblicas y había escogido esta nueva religión rara. Para justificar mis creencias, ahora pseudo-cristianas, llegué a ser como un fariseo que las defendía.

Un día, una mujer de la iglesia adventista de Ellen vino para darle unos estudios bíblicos. Resultó que estos «estudios bíblicos» realmente eran lecturas de un libro llamado The Great Controversy. Las oía leyendo, y los últimos capítulos del libro empezaron a intrigarme con sus temas místicos y sus fantasías. Siendo ignorante de lo que realmente existía bajo «el capó» de este sistema adventista, descartaba mi disonancia cognitiva y mis sospechas para examinar esta iglesia, y concluí que no había diferencias significativas entre el adventismo y el cristianismo. En cuestión de unos meses, me inscribí en la denominación, y ese cambio rompió el corazón de mi mamá.

Yo no era un adventista inconsciente nacido y criado en la denominación. No. En cambio, había ignorado la clara evidencia de sus creencias anti-bíblicas y había escogido esta nueva religión rara. Para justificar mis creencias, ahora pseudo-cristianas, llegué a ser como un fariseo que las defendía.

Rebelde desilusionado

Once años después, mi primer matrimonio con la muchacha adventista terminó en un divorcio amargo y volátil. Toda mi familia —incluso mi hijo de once años y mi hija de ocho años— quedó dividida y dolida, y esto causó un gran impacto emocional en las vidas de cada uno.

A principios de mi tercera década, pasé tres años de soltero siendo un rebelde sin causa y me divertía con una dejadez insensata. Había llegado a ser virtualmente agnóstico en mi conducta diaria, quedándome solo y libre de responsabilidades. Era la década de los 70 y la canción del grupo Bee Gees, «Staying Alive» (Seguir vivo) era popular. Podía identificarme con esa canción y con otros iconos de los tiempos: los Rolling Stones y Credence Clearwater Revival.

Una noche, estaba en la pista de baile de un club nocturno, en el bar que era para solteros. De repente, me encontré mirando a los ojos de una mujer angélica, de otro mundo, y me quedé encantado con ella. Muy pronto, mi amigo y yo nos acercamos a la mesa de ella y su amiga; y mi torbellino de romance con ella empezó. Como una semana después anuncié a mis padres: «¡Me voy a casar con esta mujer!». Parecían un poco sorprendidos, pero aliviados. Mi mamá había estado preocupada acerca de mi estilo de vida y mi camino cristiano. De hecho, con el tiempo ella me acompañaría de regreso a mi iglesia adventista, la que detestaba, solamente en un intento de encarrilarme de alguna manera. Así era mi mamá.

Comienzos y fines

Ocho meses después, en 1974, me casé con Joan. Ella era luterana. Visité su iglesia y me gustó mucho; estaba muy cómodo allí. Fue quizá una buena oportunidad para reexaminar mis creencias, pero me faltaba mucho más desprogramación. Joan aceptó ir a mi iglesia adventista en la Universidad de la Sierra, y pensaba que el servicio estaba «OK»; ella sólo asistió para ser amable porque yo estaba afiliado con esa iglesia. Así era ella, probablemente demasiado amable conmigo.

Fuimos felices por muchos años, pero de repente llegó el día 9/11. Sin duda, el fin de los tiempos había llegado, pensaba yo, y otro meteoro se dirigía hacia mí. Luego, sólo unas semanas más tarde, el 18 de diciembre, 2001, mi mamá murió de leucemia después de luchar contra el cáncer por muchos años. Yo había ido a la casa para almorzar y recibí la llamada apenas unos minutos después de entrar en la casa (no tenía celular en esos días). Primero, llamé a Joan, y luego a la escuela donde yo enseñaba para pedir permiso para ausentarme por luto, y fuimos a ver a mi mamá por la última vez antes de que trasladaran sus restos.

No me quedaba nada de ella. Era una creencia adventista de que mi madre ya no existía después de morir. Mi desesperanza era intensa; pero como adventista fiel, tuve un pastor adventista para el funeral porque así era yo. No me importaba que mi mamá no fuera adventista ni que no había creído en «el sueño del alma». La familia miraba incómodamente mientras este ministro hablaba hasta causar náuseas, asegurando que mi mamá estaba bien muerta ya que había fallecido. La idea de que la gente no vive de ninguna manera después de la muerte es un tema favorito para los adventistas en los servicios conmemorativos. No me preocupaba mucho el hecho de que otras personas estaban molestas porque yo sabía «la verdad», o así pensaba: que uno no tiene alma, sino que uno es un alma o un cuerpo más el aliento. En otras palabras, en el adventismo, los seres humanos son una unidad singular como se piensa de los animales, sin espíritu inmaterial que sigue viviendo después de la muerte.

Durante los próximos dos años estaba muy perturbado por la disonancia cognitiva, la incertidumbre y la culpa. Tenía sueños agradables de mis padres, viéndolos cuando eran más jóvenes, mirándome con expresiones de esperanza en sus rostros.

En 2003, me jubilé de mi trabajo de maestro y pasé un año relajado, esperando la jubilación de Joan. Cuando ella se jubiló, vendimos nuestra casa en la vecindad de Orangecrest en Riverside y en 2004, compramos una casa en una comunidad para jubilados en Beaumont.

Seis meses más tarde, descubrí que tenía cáncer de la próstata, y Joan durmió tres días al oír las noticias. Yo meditaba en la vida y no estaba equipado para lidiar con tal tragedia. Mi fe era débil y no era un buen perdedor. Como adventista, había creído que —según la enseñanza de Ellen White— si uno vivía prudentemente, casi nunca necesitaría un médico, como uno casi nunca necesita un abogado.

El cirujano explicó que descubrieron el cáncer temprano. Todavía estaba encapsulado, y después de la cirugía, descubrió que el cáncer no se había propagado; me operaron y quitaron la próstata enferma. El pronóstico era favorable en un 90 % y con el tiempo mejoró aún más.

Dilema recurrente

Muchos años pasaron, y dejé a un lado mi cosmovisión conflictiva mientras empecé a estudiar febrilmente lo que los científicos decían sobre este ámbito durísimo en el cual vivimos. Para mi mente atormentada, la ciencia era un lugar firme y amable porque, después de todo, sólo hablaba de los datos y las probabilidades, ¿no? No me enfrentaba con el dogma audaz de las doctrinas, sino sólo con el progreso maravilloso de la tecnología. Otra vez, me tenía entretenido. La ciencia tenía la explicación más razonable de todas para el sufrimiento humano: nuestra especie participa en los daños colaterales mientras evoluciona. Era una solución sencilla e impersonal. Sin embargo, no podía deshacerme de una idea: ¿a dónde me llevaría esta perspectiva? ¿Qué esperanza ofrecía para mí? Aún entre los científicos existe un argumento popular que dice que si uno no cree en Dios y está equivocado, pierde todo. Por otro lado, si uno cree en Dios y está equivocado, no pierde nada. Mi crianza cristiana parecía ser mi as en la manga, por así decirlo, y mi dilema reapareció: ¿qué es la verdad?

Al comenzar el 2011, empecé a buscar algo en línea, algo que no fuera adventista. ¡Gracias a Dios por el internet! Encontré muchos sitios web para ex adventistas, pero mi «Estrella Polar» era el foro del Former Adventist Fellowship (FAF), el estudio bíblico en línea de FAF, realizado en la iglesia Trinity en Redlands, California. Siendo un anoréxico para la alimentación espiritual, ingería e inquiría, o posiblemente—según la opinión de otros—los interrogaba, pidiendo carne en vez de leche. Siendo escéptico, defensivo y receloso, sé que a menudo estaba mordiendo la mano que me alimentaba, pero esta gente era distinta de las demás personas. Eran pacientes y amables, o tal vez simplemente tolerantes, pero espero que me perdonen por las veces que los ataqué.

En junio de 2011, recibí la revista ¡Proclamación! y me llamó la atención el artículo titulado «La gran controversia: viviendo con una cosmovisión engañosa». La evidencia desconcertante que presentaron contra la organización en la que había creído por tanto tiempo sacudió mi existencia. De hecho, la evidencia hirió mi orgullo también. ¿Realmente tendría que admitir que estaba equivocado desde hace tanto tiempo?

Tragedia y triunfo

Poco sabía yo que más tarde el mismo año tendría que afrontar la tragedia más grande y el colapso total de mi vida. Joan empezó a tener los síntomas de algo muy grave. En principio, sospechaban que era un problema cardíaco o un derrame cerebral, pero luego empeoró y los médicos de Joan quedaron muy perplejos. Los síntomas progresaron de un pulso rápido con sudores a un desbalance y conmoción. Finalmente, de repente se desmayó delante de mí antes de que pudiera agarrarla. La tomografía computada que habían hecho antes no mostró nada. Pero finalmente, cuando ni su médico podía ayudarla a caminar a paso firme por el pasillo, se ordenó una IRM de emergencia con contraste, y corrimos a la emergencia de Kaiser en Fontana donde la admitieron en el hospital. Yo acababa de llegar de la cafetería a la sala de emergencia para ver a Joan y la encontré con un médico, y ambos estaban llorando. Joan dijo: «¿No has oído?, me voy a morir».

Quedé pasmado; no lo creía. Pero dos neurocirujanos me enseñaron los estudios de imágenes en la pantalla de la computadora, y allí estaba, como un monstruo. Explicaron que el tumor era grande, lo que era muy obvio, y también era extensivo y agresivo. Dijeron que la cirugía sería inútil, dejando demasiadas deficiencias, y la radiación o la quimioterapia sólo retrasarían por muy poco tiempo lo inevitable. Ella tenía la enfermedad del senador Kennedy, glioblastoma, un tumor cerebral primario que era el segundo más raro y lo más letal. Lo único bueno de la sentencia de muerte era que uno de los neurocirujanos dijo que no tendría dolores. Los médicos parecían asombrados de ver un caso real de eso.

Dentro de las tres semanas, en diciembre de 2011, mi esposa de 38 años murió.

Muy pronto, mi duelo y mi enojo se convirtieron en odio y un resentimiento poderoso contra Dios, ¿acaso es un monstruo? Quería dañar a alguien por venganza, pero, ¿a quién o qué? Como adventista que era, creía que Joan fue aniquilada cuando murió, y eso fue devastador. Muy pronto empecé a bajar de peso. Estaba pensando que quería morir también, preferiblemente con la misma cosa que quitó la vida de ella.

 Muy pronto, mi duelo y mi enojo se convirtieron en odio y un resentimiento poderoso contra Dios, ¿acaso es un monstruo? Quería dañar a alguien por venganza, pero, ¿a quién o qué?

Aprendí muy pronto que aun en las peores crisis, los negocios de la vida todavía tenían sus exigencias, y me reanimé para poner las cosas en orden. Al mismo tiempo, estaba imaginando que sería un gran alivio tener un accidente mortal o contraer una enfermedad terminal que, como la de Joan, me matara de forma decisiva y rápida. Ahora la vida consistía en simplemente seguir adelante, pero siendo el patriarca, mi familia me reclutó para cumplir con mis responsabilidades y mi deber cristiano. Mis queridos tenían expectativas de mí, y simplemente yo tenía que sostenerme de alguna manera.

¿Debía también seguir adelante con mi transición al compañerismo para ex adventistas? Los psicoterapeutas y los grupos de apoyo para el duelo recomendaron firmemente que yo estuviera con mi familia y mis amigos lo más posible, así que me pregunté: ¿qué tengo que perder? Pataleando y gritando, y luchando para aceptar unas doctrinas cristianas, finalmente me hice miembro de la iglesia Trinity; sentía una gran paz con esta decisión. Gracias a la amabilidad increíble de la gente en mi grupo para ex adventistas, ahora era cristiano evangélico.

La vida eterna ahora, ¡qué concepto fascinante! No puedo negarlo. Juan 5:24 dice: «Ciertamente les aseguro que el que oye mi palabra y cree al que me envió, tiene vida eterna y no será juzgado, sino que ha pasado de la muerte a la vida».

He pedido a Dios varias veces que dijera cosas a Joan, y me pregunto qué ha sucedido. Joan creía y fue bautizada a una tierna edad, y con la ayuda de la Escritura, clara y redundante, sé dónde ella está y no sólo quién era.

¡Ahora no tengo que «prepararme»! Estoy listo para partir y estar con Jesucristo; y si Él me deja aquí hasta que venga en gloria, estoy contento.

La muerte no es el fin, y sé que soy salvo.


Cochran1

Charles Cochran se jubiló en 2003, después de 33 años como maestro de la escuela secundaria. Tiene un hijo y una hija biológicos y tres hijastras. Su amada esposa fallecida, Joan, tiene cinco nietas y tres nietos. La transición fuera del adventismo fue especialmente difícil para él porque estaba sufriendo la pena de su pérdida al mismo tiempo. Sin embargo, también estaba aprendiendo sobre la importancia crucial de la verdad bíblica.