El primer día de la semana, muy de mañana, las mujeres fueron al sepulcro, llevando las especias aromáticas que habían preparado. Encontraron que había sido quitada la piedra que cubría el sepulcro y, al entrar, no hallaron el cuerpo del Señor Jesús. Mientras se preguntaban qué habría pasado, se les presentaron dos hombres con ropas resplandecientes. Asustadas, se postraron sobre su rostro, pero ellos les dijeron:

—¿Por qué buscan ustedes entre los muertos al que vive? No está aquí; ¡ha resucitado! (Lucas 24:1-6a).

 

 

—¿Por qué buscan ustedes entre los muertos al que vive?

La fe cristiana entera depende de su respuesta a esta pregunta. Ésta es la pregunta que separa a Jesús de todas las demás personas, y que no permite que veamos a Jesús simplemente como un gran líder o un maestro sabio. Muchos hombres y mujeres eruditos habían venido antes de Jesucristo, hombres como Abraham, Moisés y David, pero cuando murieron, se demostró que ellos eran meros hombres. Otros (como Lázaro) fueron resucitados, pero finalmente volvieron al sepulcro. Sólo Jesús es «el que vive», a quien la muerte no pudo reclamar ni retener. La Biblia es clara al decir que si la resurrección no hubiera ocurrido, no habría un evangelio; la resurrección es la acción que afirma la divinidad de Jesucristo y la realidad de Su poder de salvarnos del pecado y levantarnos para vivir eternamente con Él. Esta gran verdad histórica no sólo ofrece la seguridad del cielo, sino también ayuda a transformarnos en esta vida, dándonos lo que el gran himno antiguo describe: «fuerzas para hoy y grandes esperanzas para mañana».

Curiosamente, los seguidores y los queridos de Jesús reaccionaron a este evento sumamente significante con confusión, temor y duda. Las mujeres que llegaron al sepulcro de Jesús para preparar Su cuerpo presuntamente muerto estuvieron perplejas cuando encontraron el sepulcro vacío. Cuando transmitieron el mensaje de los ángeles a los apóstoles, «su relato les pareció una tontería» (Lucas 24:11). Los discípulos en camino a Emaús tenían los corazones quebrantados porque su esperanza de que Jesús realmente fuera el Mesías había muerto con Él en la cruz, y no entendían que era Jesús Mismo quien caminaba con ellos ese día; sólo lo reconocieron cuando partió el pan durante la cena y desapareció de su vista (Lc 24:13-31). Jesús habló con los discípulos en camino y los regañó porque no reconocieron la enseñanza de la Biblia:

Entonces él les dijo:

           —¡Insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas y que entrara en su gloria?
          Y comenzando desde Moisés y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían (Lc 24:25-27).

Sin duda, Jesús Mismo había dicho en varias ocasiones a los discípulos que lo iban a crucificar y que resucitaría de la muerte (por ejemplo, véase Mateo 16:21, 17:22-23), lo que los ángeles recordaron a las mujeres que habían llegado al sepulcro vacío (Lc 24:6-7). Curiosamente, eran los principales sacerdotes y los fariseos los que aparentemente comprendían el significado de Su enseñanza sobre la resurrección, lo que los motivó a sellar el sepulcro y poner una guardia allí, temiendo que los discípulos irían a robar el cuerpo y engañar a la gente diciendo al pueblo que Jesús se había resucitado (Mt 27:62-66). También temían que después de la resurrección los discípulos sobornarían a los guardias a mentir sobre lo que habían visto (Mt 28:11-15).

Cuando los apóstoles comprendieron la realidad profunda de la resurrección, sus vidas y ministerios cambiaron radicalmente, así como toda la historia de la humanidad. «Si la crucifixión de Jesús hubiera terminado la experiencia de los discípulos con Él, es difícil saber cómo la iglesia cristiana hubiera podido constituirse. Esa iglesia fue fundada sobre la fe en Jesús como Mesías. Un Mesías crucificado pero no resucitado no sería ningún Mesías… Era la resurrección de Jesús, según dice Pablo en Romanos 1:4, lo que proclamó que Él era el Hijo de Dios con poder»1. Vamos a considerar la gran victoria transformadora del sepulcro vacío, del Señor y Salvador resucitado.

Pablo considera que la resurrección de Jesucristo es una parte indispensable del mensaje del evangelio, una verdad que vemos en las enseñanzas de Jesús y de los apóstoles después del día de Pentecostés. De hecho, va incluso más allá, diciendo que sin la resurrección, la predicación y la fe no sirven para nada, y todavía estamos en nuestros pecados.

«Primeramente…»

En la Biblia, la enseñanza más larga y profunda sobre la resurrección se encuentra en Primera Corintios 15. Aquí Pablo resume el evangelio así: «Porque ante todo les transmití a ustedes lo que yo mismo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, que fue sepultado, que resucitó al tercer día según las Escrituras…» (1 Corintios 15:3-4). El apóstol (al igual que Jesús en el camino a Emaús) manifiesta que ésta no debe ser una enseñanza nueva ni sorprendente, porque la Biblia lo había predicho. También ofrece la evidencia empírica de más de 500 testigos presenciales, la mayoría de los cuales todavía vivían y podían confirmar esta enseñanza. Este último punto es evidencia contra los que quisieran «espiritualizar» la resurrección, creyendo que la resucitación de la muerte fuera más alegórica que física. La Biblia demuestra claramente que Jesucristo resucitado era un ser físico a quien los discípulos tocaron y con quien comieron (Lc 24:36-42; Juan 20:11-29), no un fantasma.

Pablo considera que la resurrección de Jesucristo es una parte indispensable del mensaje del evangelio, una verdad que vemos en las enseñanzas de Jesús (Mr 8:31; Jn 11:25-26) y de los apóstoles después del día de Pentecostés (Hechos 2:14-36; 3:12-26). De hecho, va incluso más allá, diciendo que sin la resurrección, la predicación y la fe no sirven para nada, y todavía estamos en nuestros pecados (1Co 15:13-19). Pablo proclama que si seguimos a Jesucristo sólo en, y para, esta vida, una vida marcada por la carga de la cruz y el auto sacrificio (Lc 9:23-24), seríamos los más desdichados de todos los mortales. Esta crítica de Pablo se destaca como una reprimenda severa a los que piensan en Jesús como un buen maestro o un buen ejemplo, nada más. Vemos que el concepto de que la religión en sí es buena para el alma es una tontería; no hay poder en nada menos que en el pleno evangelio auténtico.

A causa de la resurrección, los cristianos poseen no sólo una vida mejor, sino también una naturaleza nueva. Pablo ilustra esto con los ejemplos paralelos de Adán y Jesús: «De hecho, ya que la muerte vino por medio de un hombre, también por medio de un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos volverán a vivir…» (1Co 15:21-22). A causa de la transgresión de Adán, toda la humanidad ha heredado una naturaleza pecaminosa (Ro 5:18-19), y está separada de Dios y Su santidad (Ro 3:10, 23). Es más, «Por medio de un solo hombre el pecado entró en el mundo, y por medio del pecado entró la muerte; fue así como la muerte pasó a toda la humanidad, porque todos pecaron» (Ro 5:12). Si Jesús no hubiera resucitado, entonces el pecado lo habría vencido; a causa de Su poder salvífico evidenciado en la resurrección, nosotros podemos compartir la vida eterna (Ro 6:23), heredando una naturaleza nueva por ser «nacidos de nuevo» o «nacidos de lo alto» (Jn 3:3, 7).

Como nuevas criaturas (2Co 5:17), no somos de este mundo, ni debemos vivir para ello. Los santos más grandes de la historia cristiana, los que tuvieron un gran impacto en este mundo, lo experimentaron porque habían aprendido a mirar más allá de esta vida. Los grandes héroes de la fe, descritos en Hebreos 11, dejaron sus huellas porque vivieron como «extranjeros y peregrinos en la tierra» (Heb 11:13); deseando «una patria mejor, es decir, la patria celestial» (Heb 11:16), «para alcanzar una mejor resurrección» (Heb 11:35). Anhelamos esa patria celestial preparada para nosotros y prometida por Jesucristo Mismo (Jn 14:1-3). Esto no quiere decir que debemos ser indiferentes al mundo; somos llamados a vivir una vida de servicio y dar nuestro testimonio. Por supuesto, la esperanza que tenemos a causa de la resurrección nos ayuda a estar poco apegados a las preocupaciones del mundo, como nuestra reputación o estatus social, y servir mejor a las demás personas (Filipenses 2:1-11). Vemos este punto de vista en Jesús cuando lavó los pies de los apóstoles en el papel del siervo más humilde, seguro de Su comprensión de que «había salido de Dios y a Él volvería» (Jn 13:3).

Un llamado a sacrificarse

El cristiano no está llamado a una vida de facilidad sino de sacrificio, no al sofá sino a la cruz. ¿Por qué sufrir si esta vida terrenal es la única vida que hay? Sin duda, una vida de servicio y sacrificio sería una tontería si no fuera por la promesa, la esperanza y la seguridad proveídas por la resurrección. Nuestras buenas obras no valen si esta vida es todo lo que hay. Pablo cree que sería más sabio abrazar el hedonismo si no hay una vida más allá de ésta, si la muerte nos borra completamente. «Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos» (1Co 15:32). Ésta es la vida «bajo el sol» (o sea, en el plano terrenal) sobre la que Salomón escribe con elocuencia y angustia en Eclesiastés cuando dice: «No le negué a mis ojos ningún deseo» (Eclesiastés 2:10). Ésta es la vida que se resume con la frase repetida: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad» (Ec 1:2; 12:8); finalmente, todo es inútil o sin sentido (o como dice uno de mis profesores, todo se trata de burbujas de jabón, cosas relucientes y bellas, e imposibles de agarrar).

Los ejemplos del hedonismo egocéntrico abundan, y varios agentes como los medios de comunicación y los sitios de redes sociales invitan a esta actitud en la sociedad actual. Es casi imposible evitarlos o resistirlos. Pablo habla de la necesidad de la sabiduría en esta área: «No se dejen engañar: “Las malas compañías corrompen las buenas costumbres”. Vuelvan a su sano juicio, como conviene, y dejen de pecar. En efecto, hay algunos de ustedes que no tienen conocimiento de Dios; para vergüenza de ustedes lo digo» (1Co 15:33-34). En vez de participar en los oscuros placeres del mundo, los seguidores de Jesucristo deben ser una luz en las tinieblas (Mt 5:14-16; Ro 13:12-14).

«Les declaro, hermanos, que el cuerpo mortal no puede heredar el reino de Dios, ni lo corruptible puede heredar lo incorruptible» (1Co 15:50). En nuestro estado carnal, no tenemos derecho de pedir la entrada en el reino de Dios. Por lo tanto, en la resurrección de los cristianos, seremos transformados. «Porque lo corruptible tiene que revestirse de lo incorruptible, y lo mortal, de inmortalidad» (1Co 15:53). Esta transformación de nuestros cuerpos contaminados y carnales a cuerpos inmortales y celestiales es la realización de la obra que empezó en el momento de la salvación cuando nuestra naturaleza caída heredada de Adán fue reemplazada por la nueva naturaleza divina que vino cuando nacimos de nuevo. La obra que comenzó con nuestra justificación por Jesús será consumada en nuestra glorificación con Él. Es entonces cuando la muerte será derrotada definitivamente, y podemos regocijarnos con Pablo que dice: «La muerte ha sido devorada por la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?» (1Co 15:54b-55).

Desde hace milenios, la muerte ha aterrorizado y dejado perpleja a la humanidad. En el soliloquio más famoso de Hamlet cuando dice «ser o no ser», William Shakespeare declara que la muerte es «el país no descubierto», y sólo el temor de lo que Hamlet encontraría más allá del reino terrenal le impidió suicidarse. La enseñanza terapéutica moderna ha tratado de suavizar nuestra percepción de la muerte, queriendo explicar que es una parte «natural» de la vida. Pero contrariamente, la Biblia no presenta una visión así; la Biblia representa la muerte como el enemigo, y ese enemigo fue vencido permanentemente por la resurrección. Por lo tanto, podemos repetir las palabras de Pablo en Filipenses 1:21: «…porque para mí el vivir es Cristo y el morir, ganancia». Para sacar ideas una vez más de la literatura inglesa, los cristianos pueden citar al Holy Sonnet X de John Donne, (donde la idea de él es muy parecida a la de Pablo en Primera Corintios):

            Death, be not proud, though some have called thee

            Mighty and dreadful, for thou art not so;

            For those whom thou think’st thou dost overthrow

            Die not, poor Death, nor yet canst thou kill me…

            One short sleep past, we wake eternally

            And death shall be no more; Death, thou shalt die*

Muerte no seas soberbia porque tú no eres así, aunque algunos te han llamado temible y poderosa, puesto que, aquellos a quienes tú piensas has derrocado, no mueren, pobre muerte, ni siquiera puedes tú matarme…Pasado un corto sueño, despertamos a la eternidad, y la muerte ya nunca será; muerte, tú morirás». (Traducción de Silvia Camerotto en http://campodemaniobras.blogspot.com/2009/10/john-donne-de-poemas-divinos.html).

La vida ganada en la cruz y proclamada por la resurrección es completamente una obra de gracia. «El aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado es la ley. ¡Pero gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo!» (1Co 15:56-57). La enseñanza muy clara del Nuevo Testamento es que somos salvos por gracia mediante la fe (Efesios 2:8-9). En adición, la Biblia es igualmente clara en enseñar que la ley no tiene el poder de salvar. Hay cierta falta de lógica que puede llevarnos a creer que podemos ser salvos mediante la ley por medio de nuestras buenas obras y nuestro buen carácter, pero dado que nadie tiene tales obras o caracteres, «todos nuestros actos de justicia son como trapos de inmundicia» (Isaías 64:6). Si fuera posible que la ley nos salvara de alguna manera, entonces lo haría; pero contrariamente, nos convence del pecado (Gá 3:21-22). De hecho, el que cree con orgullo que puede salvarse a sí mismo meramente está añadiendo a sus pecados, y eso no lo mueve ni un centímetro más cerca de Dios. El objetivo de la ley no era salvarnos, «para que nadie se jacte», sino de señalar a Jesucristo: «Así que la ley vino a ser nuestro guía encargado de conducirnos a Cristo, para que fuéramos justificados por la fe» (Gá 3:24). El añadir nuestras obras a la fe es una negación de esa fe, y muestra que el individuo cree que la obra cumplida de Jesús no es suficiente (Heb 7:26-27; 9:12, 28; 10:10). Pablo advirtió a los colosenses que el conservar las viejas cosas de la ley como los días de fiesta, los šabbat y las leyes alimentarias era conservar solamente una «sombra de lo que ha de venir», en vez de aferrarse a Jesucristo «la sustancia» (Col 2:8-25).

Aunque nuestras buenas obras no nos salvan, somos llamados a dar fruto como evidencia de nuestra salvación y de la nueva vida en Jesucristo. Es con esta idea que Pablo concluye su exposición de la resurrección: «Por lo tanto, mis queridos hermanos, manténganse firmes e inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, conscientes de que su trabajo en el Señor no es en vano» (1Co 15:58). Los escritos de Pablo siguen un esquema coherente de indicativos (verdades teológicas), seguidos por imperativos (mandados basadas en esas verdades), conectados con las palabras «por lo tanto». El conocimiento de estas grandes verdades debe tener un efecto profundo y transformativo en nuestras vidas terrenales. La resurrección no sólo es una verdad importante que abrazamos en cuanto a la muerte, sino también es significativa para esta vida.

La enseñanza terapéutica moderna ha tratado de suavizar nuestra percepción de la muerte, queriendo explicar que es una parte «natural» de la vida. Pero contrariamente, la Biblia no presenta una visión así; la Biblia representa la muerte como el enemigo, y ese enemigo fue vencido permanentemente por la resurrección.

«Andemos en vida nueva»

«Esta renovación espiritual de la naturaleza regenerada producirá infaliblemente una reforma moral de la vida…En la regeneración se cambian los propósitos, los diseños, y las inclinaciones de la mente. Esta nueva creación no consiste en sólo un nuevo camino, sino también en facultades nuevas. Por eso se la llama “la naturaleza divina” en 2 Pedro 1:4»2. La vida nueva en Jesucristo conseguida en la cruz (la justificación), y consumada a la perfección en el cielo (la glorificación), también es evidente en esta vida mientras somos santificados en Jesucristo (la santificación). El cristiano es un ser nuevo, completo, con deseos y actitudes distintas. «He sido crucificado con Cristo, y ya no vivo yo sino que Cristo vive en mí. Lo que ahora vivo en el cuerpo, lo vivo por la fe en el Hijo de Dios, quien me amó y dio su vida por mí» (Gá 2:20). Cuando uno nace de nuevo, recibe una naturaleza nueva, y es identificado con la muerte y la resurrección de Cristo en la vida. Debemos morir a nuestras vidas viejas y pecaminosas, para ser hechos de nuevo por Él:

…así como Cristo resucitó por el poder del Padre, también nosotros llevemos una vida nueva. En efecto, si hemos estado unidos con él en su muerte, sin duda también estaremos unidos con él en su resurrección. Sabemos que nuestra vieja naturaleza fue crucificada con él para que nuestro cuerpo pecaminoso perdiera su poder, de modo que ya no siguiéramos siendo esclavos del pecado; porque el que muere queda liberado del pecado. Ahora bien, si hemos muerto con Cristo, confiamos que también viviremos con él. Pues sabemos que Cristo, por haber sido levantado de entre los muertos, ya no puede volver a morir; la muerte ya no tiene dominio sobre él. En cuanto a su muerte, murió al pecado una vez y para siempre; en cuanto a su vida, vive para Dios. De la misma manera, también ustedes considérense muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús (Ro 6:4b-11).

Cuando uno nace de nuevo, es inconcebible que continúe en sus costumbres pecaminosas de antes. «Nosotros, que hemos muerto al pecado, ¿cómo podemos seguir viviendo en él?» (Ro 6:2).

Del mismo modo que los fieles deben «vestirse» de la incorrupción y la inmortalidad cuando mueren para entrar en el cielo, también somos llamados a ponernos «la nueva naturaleza» (Ef 4:24; Col 3:10) en esta vida. Sin duda, para hacerlo debemos «quitarse el ropaje de la vieja naturaleza, la cual está corrompida por los deseos engañosos» (Ef 4:22). Esa «vieja naturaleza», totalmente pecaminosa sin las capacidades o los recursos necesarios para ser santificada, debe morir y ser abandonada para que andemos en la vida nueva. Aquí vemos la tensión en el camino cristiano entre la obra del Espíritu Santo en la vida y obra del cristiano mismo. Así como no podemos vestirnos de la inmortalidad mediante nuestros esfuerzos, tampoco podemos santificarnos en esta vida. De hecho, las directivas de «desvestirse» de la vieja naturaleza y «vestirse» de la nueva no son mandatos imperativos sino «infinitivos de resultado». Esto quiere decir que cuando pertenecemos a Cristo, son cosas que ya están realizadas para nosotros. Naturalmente, Dios nos manda a vivir vidas de obediencia, a desempeñar nuestro papel de seguir a Jesucristo, de llevar «a cabo su salvación con temor y temblor, pues Dios es quien produce en ustedes tanto el querer como el hacer para que se cumpla su buena voluntad» (Fil 2:12-13).

Lo que viene con esta novedad de vida y esta esperanza de la resurrección es una actitud llena de valor y audacia. El evangelio es un gran grito de victoria: «Si Dios está de nuestra parte, ¿quién puede estar en contra nuestra?»…  ¿Quién nos apartará del amor de Cristo?… Sin embargo, en todo esto somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó» (Ro 8:31, 35, 37). Trágicamente, muchos no caminan con esta confianza y una vida cambiada porque no comprenden la victoria de Jesucristo sobre el pecado y la muerte. Los estándares del mundo de apariencias y del éxito personal todavía reinan en sus vidas, en vez de la sumisión, la rendición y la obediencia. Impresionados por sus buenas obras, en vez de ir rumbo a la bendecida resurrección de la que habla la Biblia, van a recibir las peores noticias que jamás se puede oír del Señor: «Jamás los conocí. ¡Aléjense de mí» (Mt 7:23).

En el himno maravilloso de Augustus Toplady, «Rock of Ages», dice: «Be of sin the double cure; save from wrath and make me pure» (que la doble cura consiste en ser salvo de la ira y ser purificado). Esta «doble cura» es la esencia de la promesa bendecida del evangelio; somos salvos tanto del castigo del pecado en el infierno como del dominio del pecado y su reino sobre nuestras vidas en la tierra. No sólo somos los que abandonaron algo, sino los que recibieron algo. Cuando Jesús dijo: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11:25), hizo una promesa que sólo Él podía hacer, una promesa que vino con el costo horrible de la cruz, donde tomó nuestro pecado para darnos Su justicia. No adquirimos este regalo por medio de algún mérito nuestro, sino sólo por medio de la gracia y la fe; no añadimos nada a la obra cumplida de Jesús. Como Toplady dice, también nosotros debemos decir: «Tengo la mano vacía, simplemente me aferro a la cruz». Que seamos como Pedro, cuando oyó al Cristo resucitado decir: «¡Sígueme!» (Jn 21:19); que sepamos que es una llamada a una nueva vida en el presente y una bendecida reunión en el más allá.

La bondad y el amor me seguirán todos los días de mi vida; y en la casa del Señor habitaré para siempre (Salmo 23:6).

 

Notas finales

1 H. D. A. Major, The Mission and Message of Jesus (New York: Dutton, 1946), pág. 213.

2 John Owen, The Works of John Owen, Vol. 3: The Holy Spirit (Carlisle, PA: Banner of Truth Trust, 1966), págs. 219-221.


BlakeySmall

Scott Blakey enseña la Biblia en la academia Arrowhead Christian, en Redlands, California, donde ha ministrado desde hace 23 años. Tiene su maestría en Consejería Bíblica y es miembro de la Association of Certified Biblical Counselors. Él y su esposa Sheri tienen 25 años de casados y tienen dos hijos, Samuel y Aaron. Asisten a la iglesia Trinity en Redlands, donde también sirven. Scott aspira a ser un hombre como Esdras, primero estudiando y viviendo la Palabra antes de enseñarla; y siempre se maravilla de la gracia y la bondad de Dios.