Elizabeth and Mary meet

La historia es muy familiar, pero ¿podemos creerla?

Es una historia que empieza en Lucas 1. Israel no había recibido una palabra de Dios desde hacía más de 400 años, desde que Malaquías había escrito la última profecía de Dios para la nación. Entonces, un día ordinario, Gabriel apareció en el templo a un desconocido sacerdote de edad cuya vida estaba resultando no muy significativa: su esposa Elizabet no podía tener hijos y había pasado la edad reproductiva. Zacarías, el sacerdote, seguía orando, pero para él y Elizabet ya se estaba acabando el tiempo. En un instante, lo ordinario se convirtió en lo inolvidable. Gabriel apareció a Zacarías a la derecha del altar del incienso, y Zacarías estaba aterrorizado. El ángel le dijo que no tuviera miedo y procedió a anunciarle las noticias chocantes: Dios había escuchado sus oraciones. ¡Elizabet le daría un hijo! Es más, el bebé prometido sería un gran hombre delante del Señor. Debían nombrarlo Juan, y él sería lleno del Espíritu Santo aun en el vientre de Elizabet. Aún más asombroso, sería él que cumpliría la profecía de Malaquías que un profeta vendría como predecesor, que reconciliaría a los padres con los hijos y guiaría a los desobedientes a la sabiduría de los justos, para «preparar un pueblo bien dispuesto para recibir al Señor».

 

Zacarías era incrédulo. Le dijo al ángel:

—Ya soy anciano y mi esposa también es de edad avanzada. ¿Cómo podré estar seguro de esto?

Se puede entender su incredulidad. ¡La promesa del ángel parecía imposible! Pero Gabriel le dio una señal a Zacarías, una señal que era un castigo por su incredulidad y una confirmación de la identidad de Juan como profeta cuando finalmente naciera: Zacarías no podía hablar hasta el nacimiento de su hijo.

Zacarías sirvió su semana en el templo, mudo, y regresó a casa a su esposa Elizabet, quien sin duda quedó anonadada. Dios aun predeterminó la hora del nacimiento del bebé; todo se cumpliría «a su debido tiempo». Ni sus edades ni la esterilidad de Elizabet eran una barrera para la voluntad de Dios, y exactamente como fue prometido, Elizabet quedó embarazada un poco después de la llegada a casa de su esposo.

La historia avanza, y vemos una de las intervenciones de Dios que convierte a una mujer ordinaria y desconocida en un testigo clave en el evento más importante e increíble en la historia del mundo.

Llena de alegría, alabanza y gratitud, Elizabet se mantuvo recluida por cinco meses. Irónicamente, Zacarías era incapaz de hablar con ella sobre esta intervención milagrosa, y ella abrió su corazón ante su Dios que había visto su vergüenza y deseo: «Esto es obra del Señor, que ahora ha mostrado su bondad al quitarme la vergüenza que yo tenía ante los demás».

Juan el Bautista fue formado en el vientre de una mujer que sabía que él era un alma viviente desde el momento de su concepción. Ella había vivido mucho de su vida bajo la sombra de la vergüenza; la esterilidad en Israel era percibida como un castigo de Dios. Cuando quedó embarazada, un acontecimiento que era imposible sin la provisión de Dios, nunca pensó en su bebé como simplemente un «potencial». Estaba vivo desde el momento de su formación, y Elizabet pasaba su confinamiento regocijándose y alabando a Dios porque quitó la vergüenza de su esterilidad. ¡El hijo creciendo en su vientre era el favor de Dios derramado sobre ella!

Una virgen concebirá

Seis meses después de que Elizabet concibiera a su hijo, Dios envió a Gabriel en otra misión, esta vez con un mensaje que consumaría las promesas de Dios que empezaron en Edén: ¡la Simiente de una mujer será nacido! «Él será un gran hombre, y lo llamarán Hijo del Altísimo. Dios el Señor le dará el trono de su padre David, y reinará sobre el pueblo de Jacob para siempre. Su reinado no tendrá fin» (Lc 1:32-33).

Esta vez, el destino de Gabriel no hubiera podido ser más distinto de su cita más temprana con Zacarías dentro del templo dorado en Jerusalén. Esta vez, Dios envió a Su ángel a una joven virgen llamada María, quien estaba viviendo con sus padres mientras esperaba su matrimonio con su novio, un albañil llamado José, en el pueblo casi desconocido de Nazaret en la región de Galilea al norte de Israel.

Cuando Gabriel entró en el salón donde María estaba, la saludó de forma muy sorprendente que la desconcertó: «¡Te saludo, tú que has recibido el favor de Dios! El Señor está contigo».

¿Qué significa esto? María no podía comprender ni por qué este ser glorioso estaba parado ante ella ni por qué estaba dándole esta bendición del Señor. Pronto, Gabriel la consoló: «No tengas miedo, María», y repitió las palabras que la habían desconcertado: «Tú has recibido el favor de Dios».

Sin darle tiempo de averiguar lo que estaba pasando, Gabriel continuó con un mensaje que era aún más imposible que el mensaje a Zacarías: «Quedarás encinta y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús». Gabriel continuó con una promesa de que ese bebé sería el mismo Hijo de Dios y se sentaría en el trono de David. Todas las promesas atesoradas en Israel acontecerían en este embarazo imposible anunciado por el ángel de Dios a una muchacha desconocida en la tribu de Judá.

Anonada, María preguntó lo obvio:

— ¿Cómo podrá suceder esto —le preguntó María al ángel—, puesto que soy virgen?

El ángel contestó, explicando que esta imposibilidad gloriosa sería un milagro que no tuvo precedente y no que no se repetiría:

 —El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Así que al santo niño que va a nacer lo llamarán Hijo de Dios.

Entonces Gabriel le explicó la provisión de Dios para ella. Se encontró en el umbral de una experiencia tan significativa, tan inesperada que su vida y su matrimonio inminente iban a ser sacudidos hasta el fondo, pero Dios le dio una confirmación y un apoyo que no hubiera podido imaginarse:

—También tu parienta Elisabet va a tener un hijo en su vejez; de hecho, la que decían que era estéril ya está en el sexto mes de embarazo. Porque para Dios no hay nada imposible.

Ni siquiera los padres de ella podían consolarla o proveerle el contexto que iba a necesitar cuando José casi quebró el noviazgo con su hija y mientras los habitantes del pueblo empezaron a susurrar sobre su supuesto pecado. Aun si los padres confiaban en Dios y le creían a María, lo que es muy probable, este llamado que Dios ordenó para su hija iba a afectar su reputación también. La virgen que llevaría al Hijo de Dios no encontraría su semejante en todo Israel, pero Dios proveyó a una mujer mayor de edad que también estaba experimentando su propio embarazo milagroso; Elizabet podría entender y creerle a María y animarla.

            —Aquí tienes a la sierva del Señor —contestó María—. Que él haga conmigo como me has dicho. Y María estaba sola.

Testigos poco probables

La historia narrativa de Lucas de estas dos mujeres en épocas distintas de la vida, cada una embarazada con un bebé milagroso, cada una confiando en la fidelidad de Dios mientras aceptaban Su bondad para ellas, revela que Dios estaba haciendo más que trayendo a Juan y a Jesús al mundo por medio de intervenciones milagrosas. Estaba cumpliendo Su promesa a Eva de que su Simiente iba a aplastar a la serpiente, y también estaba empezando a revelar el hecho de que en el reino de Su Hijo, el que estaba a punto de inaugurar, todos los seres humanos, desde el menor hasta el mayor, son iguales a Su vista.

Las mujeres de Israel no eran iguales con los hombres. De hecho, típicamente los hombres judíos dieron gracias a Dios que no habían nacido como perros gentiles o mujeres. Es más, los tribunales de justicia no aceptaban el testimonio de las mujeres. Las mujeres recibían su estatus social por medio de tener hijos y ser las esposas de hombres respetados.

En esta historia, vemos que Dios honró a ambas, Elizabet y María, con la maternidad milagrosa. Cada una daría a luz a un niño predicho por los profetas, y Dios las escogió específicamente para estos roles. No solo vemos que Dios honraba el rol único de la maternidad con Su intervención en las vidas de estas mujeres, sino también vemos que Dios les dio Sus propias palabras para que pronunciara, pero nos estamos adelantando a la historia.

… en el reino de Su Hijo, el que estaba a punto de inaugurar, todos los seres humanos, desde el menor hasta el mayor, son iguales a Su vista.

La Biblia no explica cómo María reveló la sustancia del mensaje de Gabriel a sus padres, pero sí nos dice: «A los pocos días María emprendió el viaje y se fue de prisa a un pueblo en la región montañosa de Judea. Al llegar, entró en casa de Zacarías y saludó a Elisabet».

Ese saludo inició uno de los recuentos más extraordinarios de la revelación y la confirmación de Dios en toda la Biblia. Lucas 1:41 narra que al llegar María, la criatura saltó en su vientre y Elisabet fue llena del Espíritu Santo.

Unos meses antes, Gabriel había dicho a Zacarías que el bebé de Elizabet sería lleno del Espíritu Santo antes de nacer. Tan pronto como María entró en la casa y saludó a la familia, Dios confirmó que había dado vida espiritual al bebé todavía no nacido de Elizabet; el bebé saltó en el vientre de su mamá, y Elizabet también quedó llena del Espíritu Santo.

—¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el hijo que darás a luz! Pero, ¿cómo es esto, que la madre de mi Señor venga a verme? Te digo que tan pronto como llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de alegría la criatura que llevo en el vientre. ¡Dichosa tú que has creído, porque lo que el Señor te ha dicho se cumplirá!

La reacción de María a las palabras de Elizabet era pronunciar un himno alabando a Dios por Su fidelidad. Actualmente conocido como «The Magnificat» (la palabra latina significa «exaltar»), este himno está construido como un salmo y es extraordinariamente parecido a la alabanza que surgió del corazón de Ana cuando entregó a su hijo Samuel al templo para dedicarlo al servicio de Dios (1 Samuel 2:1-10). Separadas por siglos, estas dos mujeres llevando bebés milagrosos, una que iba a dar paso a los reyes de Israel y la otra que cumpliría todas las promesas de Dios como Rey de Israel, pronunciaron espontáneamente palabras de adoración a Dios que declara eternamente Su fidelidad a Sus promesas y a Su pueblo.

—Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador, porque se ha dignado fijarse en su humilde sierva. Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho grandes cosas por mí. ¡Santo es su nombre! De generación en generación se extiende su misericordia a los que le temen. Hizo proezas con su brazo; desbarató las intrigas de los soberbios. De sus tronos derrocó a los poderosos, mientras que ha exaltado a los humildes. A los hambrientos los colmó de bienes, y a los ricos los despidió con las manos vacías. Acudió en ayuda de su siervo Israel y, cumpliendo su promesa a nuestros padres, mostró su misericordia a Abraham y a su descendencia para siempre (Lc 1:46-55).

Solo una oración resume el resto de la visita de María con Elizabet: «María se quedó con Elisabet unos tres meses y luego regresó a su casa» (Lc 1:56).

Confirmado por el más pequeño

Tanto la reacción de Elizabet como el cántico de María han recibido mucha atención durante dos milenios. De hecho, muchos han exaltado a María hasta casi una diosa, sentimentalizando su maternidad y su himno inspirado por Dios. En vez de luchar con los desafíos de Dios para ella y para Elizabet, en vez de reconocer la realidad de que Dios escogió estas dos mujeres ordinarias como Sus mensajeras y heraldos del nuevo pacto que estaba a punto de iniciarse, siglos de tradición las han alejado del alcance de la gente común.

Lucas es el único escritor de los evangelios que narra las historias de Zacarías y Elizabet, del anuncio de Gabriel a María, y de los detalles del nacimiento de Jesús en un albergue de animales donde María lo colocó en un pesebre. Lo sorprendente es que esta historia del Uno que iba a cumplir toda la ley, los profetas y los salmos fue escrito por el único autor gentil del Nuevo Testamento: un médico llamado Lucas. Un hombre que era, según los estándares judíos del primer siglo, «un perro». Éste es el escritor que Dios designó para contar la historia de Su bondad a los testigos desafortunados que el Señor escogió para confirmar el nacimiento de Su Hijo. Específicamente, Lucas 1 revela la bondad de Dios para tres de sus testigos más improbables: a Elizabet, a María y al bebé en el vientre, Juan.

Cuando llegó el tiempo para el nacimiento de la Simiente de Eva, Él que iba a aplastar la cabeza de la serpiente, Dios marcó la hora con dos embarazos imposibles. Primero, quitó la vergüenza de la esterilidad de Elizabet, e introdujo a ella y a Zacarías en el plan para la realización de las promesas de Dios. No solo se convirtieron en los padres del profeta sobre quien se había predicho que vendría en el espíritu y el poder de Elías para preparar el camino del Señor, sino también Dios les dio un lugar en Su palabra eterna.

Luego, el Espíritu de Dios visitó a María. Es imposible que un análisis explique qué hizo Dios o cómo lo hizo, pero le encomendó a María el cargo de ser la madre que daría a luz a su propio Salvador.

No solo encomendó a María y Elizabet con el cargo de dar a luz al Salvador y a Su predecesor, sino también por medio de ellas, Dios empezó a revertir la devaluación histórica de las mujeres. Les encargó ser testigos de la identidad de Jesús y la fidelidad de Dios. Cuando Elizabet exclamó en el momento de la entrada de María en la casa, confirmó lo que no hubiera podido saber por su propio conocimiento: María había sido escogida de todas las mujeres para la bendición de dar a luz al Salvador. Es más, ella identificó al hijo todavía no nacido de María como su Señor y se preguntaba por qué fue escogida para recibir como visita a María, la mujer que llevaba en su vientre al Señor. Finalmente, Elizabet, inspirada por el Espíritu Santo, confirmó que María estaba bendecida porque creía que las promesas de Dios se cumplirían.

Luego María, escuchando a Elizabet mientras ésta confirmaba su propia experiencia y el mensaje de Dios a ella, recitó un salmo que exaltaba a Dios y revelaba su necesidad ante Él. «Mi alma exalta al Señor y mi espíritu se ha regocijado en Dios mi Salvador». Con este dicho, María pronunció las palabras de Dios que dicen la verdad de sí misma: no era sin pecado pero necesitaba ser salva, y reconoció a Dios como su Salvador.

Ella se identificó, como Pablo haría unos años después, como la esclava de Dios. Cantó los salmos y afirmó que Dios había «ayudado a Israel Su siervo», explicando que Él estaba cumpliendo Sus promesas a Abraham y sus descendientes.

María y Elizabet, ambas mujeres ordinarias, tenían embarazos extraordinarios. Además, Dios dio a cada una Su palabra infalible y eterna. Estas dos mujeres que creyeron a Dios todavía dan testimonio de que Él cumple Sus promesas y que Él ha enviado a Su Hijo.

Hay un testigo más para esta historia, al que a menudo pasamos por alto, el bebé con quien estaba encinta Elizabet, Juan. Dios había prometido que Juan estaría lleno del Espíritu Santo en el vientre, y Él dio al feto de seis meses la percatación de que Su Salvador había entrado en el salón, aunque Jesús solo era un embrión en su joven mamá. Juan saltó en el vientre de Elizabet cuando ella escuchó la voz de María, y él saltó de gozo.

La narración de este incidente es una confirmación central en la historia de la encarnación de Jesús. Por eso sabemos que Dios valora a los nonatos y los percibe como bebés vivos. De hecho, dio al feto, Juan, el nuevo nacimiento antes de que naciera físicamente, y por medio de la presencia del Espíritu Santo que habitaba en Juan, él testificó mientras estaba in utero que su Salvador, también todavía in utero, estaba en su presencia.

Nadie es insignificante

Elizabet, María y Juan son solamente tres de los testigos insólitos que Dios designó para confirmar la identidad de Su Hijo. Es probable que Zacarías, el anciano sacerdote que recibió el primer mensaje de Dios en más de 400 años, no hubiera sido percibido como profeta. José, el hombre de integridad del remanso de Nazaret, creyó al ángel cuando le dijo que el bebé de María era el Hijo de Dios. Cancelando sus planes de divorciarse de María, José aceptó el cargo de Dios para proteger y cuidar a María y Jesús, llevándolos a Egipto para evadir la locura del infanticidio de Herodes y a Galilea después de la muerte de Herodes.

Los pastores en Lucas 2 pertenecían a la clase más baja de ciudadanos de Israel, pero Dios los escogió para escuchar y ver el coro de ángeles que anunció: «Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los que gozan de su buena voluntad» (Lc 2:14).

Dos personas insignificantes más aparecen en el evangelio del gentil Lucas, testificando que Jesús era el Único a quien Israel había estado esperando. El primero es Simeón, un hombre que vivía en Jerusalén. Lucas lo describe como « justo y devoto, y aguardaba con esperanza la redención de Israel. El Espíritu Santo estaba con él» (Lc 2:25). Increíblemente, el Espíritu Santo había revelado a Simeón que él no iba a morir hasta que viera al Señor Jesucristo.

Cuando Jesús tenía los ocho días de vida y José y María lo llevaron al templo para ser circuncidado, Simeón estaba allí. El Espíritu Santo le reveló que este bebé era a quien él esperaba, y abrazó a Jesús, bendijo a Dios y pronunció:

«Según tu palabra, Soberano Señor, ya puedes despedir a tu siervo en paz. Porque han visto mis ojos tu salvación, que has preparado a la vista de todos los pueblos: luz que ilumina a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2:29-32).

Sorprendidos, José y María escucharon la profecía de Simeón, y luego una viuda de 84 años llamada Ana se presentó. Ana había estado casada por siete años antes de la muerte de su esposo, pero había pasado el resto de su vida viviendo y trabajando en el templo. Ana también reconoció la identidad de Jesús y ella también exaltó a Dios.

Dios el Hijo se encarnó para traer salvación a todo el mundo. Él es el Salvador de los marginados y los privilegiados, y Él vino para romper las barreras que separaban a unos de otros. Cuando el Hijo de Dios encarnado murió en la cruz, cumplió todos los requisitos de la ley y pagó el precio por el pecado humano. Mediante Su sangre somos reconciliados con Dios y en Él «ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, sino que todos ustedes son uno solo en Cristo Jesús» (Gá 3:28).

Dios sabía las dudas que tendrían los hombres y las mujeres depravados sobre la historia del embarazo de María, y Él dio testigos para hablar de la verdad de lo que había pasado, testigos que no pudieron inventar lo que pasó.

En Jesús, Dios ha dado al hombre y a la mujer igual valor ante Él; en Jesús todos somos Sus testigos. En Jesús, vemos que toda la vida, incluso la vida de los nonatos, es honrada por Dios. En Jesús, nuestro pecado ha sido pagado, y nuestros espíritus muertos han sido vivificados. En Jesús, nuestra vergüenza es redimida y en Jesús, todas las promesas de Dios son «¡Sí!».